En mi adolescencia, mientras vivía en el extranjero y tras retornar a Italia para ingresar a la Academia Naval de Livorno, solía pasar vacaciones o fines de semana con mis abuelos, Orsola y Vittorio.
De los cinco hijos de Benito y Rachele, la primogénita, Edda, nacida en 1910, junto con Vittorio y Bruno, nacidos algunos años después, fueron, por motivos puramente cronológicos, testigos presenciales de todo el ventennio.
A menudo, especialmente con mi abuelo, surgían discusiones sobre aquel período histórico. Movido por la curiosidad infantil, un artículo de periódico o un debate televisivo despertaban en mí el deseo de acudir a él para recabar su parecer, tener sus aclaratorias y explicaciones.
En varias oportunidades conversé con mi abuelo sobre las mujeres que desempeñaron un papel decisivo en la vida del Duce, comenzando, naturalmente, por mi bisabuela Rachele —cuyo rol trascendió con creces el de mera «guardiana del hogar»— junto a figuras como Ida Dalser, Clara Petacci y Margherita Sarfatti.
De todas ellas, fue esta última, entre las amantes que acompañaron a Mussolini de manera constante, quien me parece, sin duda, la más significativa. Su influencia en su trayectoria política fue incomparable, y su contribución resultó fundamental para forjar la imagen icónica del «Duce».
Cosmopolita, crítica de arte, escritora y anticonformista de espíritu, Margherita Sarfatti aunaba una presencia aristocrática con una elocuencia deslumbrante, capaz de cautivar a cualquier interlocutor. En esencia, fue la artífice principal de la transformación de Benito Mussolini, de un hombre tosco y provinciano, en el carismático Duce del fascismo. Su papel fue decisivo, primero, en la mitificación del fascismo y, más tarde, en la consolidación de su propaganda.
Margherita Grassini Sarfatti, figura destacada de la cultura italiana de principios del siglo XX, nació en Venecia en el seno de una acomodada familia judía. Como cuarta hija, recibió una educación esmerada, dominando varios idiomas y cultivando la compañía de reputados intelectuales, escritores y poetas. En 1898, contrajo matrimonio con Cesare Sarfatti, un abogado de ideas radicales, y dio inicio a su carrera periodística con la columna Di cose d’arte en Il Secolo Nuovo, un prestigioso diario socialista de Venecia.
Afincada en Milán, se adhirió con fervor a la causa socialista, sumando a su esposo al círculo de Filippo Turati. Frecuentó el salón de Anna Kuliscioff y colaboró con artículos de crítica de arte en publicaciones como Avanti! della Domenica, Il Tempo y Le ore della Quindicina. En 1909, ya madre de tres hijos, asumió la dirección de la columna de crítica de arte de Avanti!, consolidando su influencia en el plano cultural.
En 1912, Margherita Sarfatti conoce a Benito Mussolini, quien ese mismo año asume la dirección de Avanti! tras el congreso socialista de Reggio Emilia. Los primeros encuentros distan de ser armoniosos; ella teme ser relegada por el nuevo director, pero, superadas las tensiones iniciales, Mussolini comienza a profesarle una profunda confianza teñida de admiración por su brillantez. Su conexión, inicialmente cultural —desde 1913, colaboran en el proyecto de la revista Utopia—, se transforma gradualmente en íntima.
Ella, culta, burguesa e intelectual, cautiva al «proletario» Benito con su refinamiento; él, hombre fuerte y carismático, la atrae como un imán. Su vínculo se intensifica, especialmente tras compartir una ferviente defensa del intervencionismo que les cuesta la expulsión del Partido Socialista.
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, marcada por la trágica pérdida de su hijo primogénito, Roberto, voluntario en los Arditi, Margherita se incorpora a la redacción de Il Popolo d’Italia, donde permanece hasta finales de los años veinte. Dedicada principalmente a la crítica de arte, también dirige una columna de reseñas literarias, consolidando su influencia en el panorama cultural.
Margherita Sarfatti destacó como una de las escasas mujeres presentes en la Piazza San Sepolcro durante la fundación de los Fasci Italiani di Combattimento. Para la Marcha sobre Roma, ofreció como base la villa Il Soldo, en Cavallasca, cerca de Como, donde fallecería cuatro décadas después.
Desde 1922, asumió la codirección y, posteriormente, la dirección de Gerarchia, la revista teórica del fascismo mussoliniano.
Durante los años de ascenso y consolidación del poder, Margherita ejerció una notable influencia como consejera política, manteniendo una lealtad inquebrantable y una profunda devoción hacia el Duce. Con un papel prominente, siguió de cerca las vicisitudes de Mussolini, participando como una observadora privilegiada y comprometida.
En sus memorias, publicadas en 1957 por Rosetta Ricci Crisolini en el libro Mio Fratello Benito, Edvige Mussolini revela que, en los diarios del Duce, conservados por ella durante algunos años, él aludía a Margherita con el evocador apodo de «Vela».
Su relación, estrecha y singularmente privilegiada, fue en ese período correspondida por Mussolini, no sin la frialdad y la distancia propias de su carácter reservado. Pese a los beneficios derivados de su cercanía al Duce —como el nombramiento de Cesare Sarfatti como presidente de la Cariplo de Milán en julio de 1923—, Margherita mantuvo una postura marcadamente crítica hacia el círculo que se formaba en torno al líder fascista.
En 1925, quizás siguiendo una intuición de Giuseppe Prezzolini, Margherita Sarfatti escribe una biografía sobre el Duce para dar a conocer al político más allá de las fronteras nacionales: se publica en Inglaterra con el título The Life of Benito Mussolini. La obra tiene un enfoque hagiográfico, en el que Sarfatti exalta la figura del nuevo líder, el rumbo que ha tomado el país y la difusión del mito de la romanidad.
Al año siguiente, Mondadori publica la biografía en Italia con el título Dux. El libro obtiene un éxito rotundo, con 17 reimpresiones y traducciones a 18 idiomas.
Por un breve período, Sarfatti se convierte en la portavoz de la Italia fascista en el extranjero.
Sin embargo, ya a finales de los años veinte comienza un lento e inexorable distanciamiento del Duce, tanto en el plano sentimental como en el político. Se le prohíbe escribir en Il Popolo d’Italia, y la dirección de Gerarchia se le retira para ser asignada a Vito Mussolini, sobrino del Duce. Margherita y Benito se encuentran por última vez en 1934.
Tras años de creciente marginación, Margherita Sarfatti decide abandonar Italia, poco antes de ser promulgadas las infames leyes raciales de 1938.
Un documento recientemente descubierto en el archivo de Renzo De Felice apunta a un episodio que habría precipitado su partida. Este se deriva de la correspondencia del barón Werner von der Schulenburg, quien, desde 1922, mantenía una cercana relación con Sarfatti y un vínculo de confianza con el Duce. En ella, Schulenburg sostiene que Edda Ciano, movida por intensos celos hacia la posición de la consejera de su padre, desempeñó un papel decisivo en la orquestación de un complot para desacreditarla y apartarla definitivamente del círculo del Duce.
Hacia 1937, de acuerdo con el jefe de la policía, Arturo Bocchini, Edda habría contratado a un gigoló con la misión de llevar a la desprevenida Sarfatti a uno de los locales más sórdidos de Roma, justo antes de una redada previamente acordada, lo que provocó su arresto. Al día siguiente, Edda habría informado a su padre, quien, ignorante de los detalles, decidió aumentar la vigilancia policial sobre la mujer.
Margherita Sarfatti pasa algunos años en Argentina, donde se relaciona con figuras prominentes del ámbito cultural, como Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges y Emilio Pettoruti, a quien había conocido en Italia. Sin embargo, vive estas experiencias con un aire de nostalgia persistente, como si permaneciera vinculada al papel de confidente e inspiradora de Mussolini.
Regresa a Italia en 1947, relegada por quienes antaño fueron sus aliados, y publica su autobiografía, Acqua passata. Aunque comprensible, su esfuerzo por reinterpretar los hechos desde una perspectiva crítica y antifascista resulta algo forzado, dado que el fascismo y su fundador ya habían desaparecido.
Toda su vida estuvo signada por aparentes contradicciones: su compromiso con el socialismo convivió con los privilegios de su origen burgués; fue una feminista pionera y, al mismo tiempo, una figura clave en la mitificación del Duce. Apoyó el fascismo desde sus orígenes, pero mantuvo una postura crítica hacia muchos jerarcas, a quienes consideraba oportunistas y carentes de refinamiento. Judía orgullosa de su herencia, optó, no obstante, por abrazar el catolicismo.
En ella convivieron las tensiones de una época marcada por profundos contrastes. Su vida, su obra y su libro conforman un relato profundamente italiano. Podríamos considerarla, en un sentido hoy anticuado, una patriota que, ilusionada por el espíritu de su tiempo, terminó desencantada, distanciándose del fascismo desde su propio núcleo.

