¿El problema es el arte abstracto?

Una lectura superficial del arte hoy en día pudiera proponer que todo lo que no luzca como el esfuerzo clásico de imitar la realidad es basura y no merece ninguna consideración estética. Esta posición, frecuente en discusiones poco cultivadas sobre estética, sugiere que todo arte debe ser imitativo —limitándose al sentido platónico de mímesis—; y que aquello que no posea un sujeto claro, como gran parte del arte moderno, está sobreestimado. Sin embargo, la postura conservadora educada, lejos de este reduccionismo, reconoce que el arte aspira a reconciliar al hombre con el mundo y ese esfuerzo no se agota en la imitación. El intento no educado de explicar las razones detrás de la pérdida del arte imitativo en términos ideológicos elude una realidad mucho más compleja: el problema no es el arte abstracto, sino el reino de lo vacío.

Es cierto que el siglo XX destronó el valor de la belleza como concepto central de la producción estética. Una insurgencia contra la belleza provocó desarrollos estilísticos, hoy considerados por parte de la crítica como el gran arte. En un principio la insurgencia fue bastante orgánica y reflejó una profunda crisis espiritual. Europa arrastraba frustraciones con la tradición filosófica sobre el arte. La idea consumada durante los siglos XVIII y XIX en torno a la belleza y la estética se había agotado a propósito del estallido de la primera gran guerra. Los esfuerzos de Schiller, Schelling, Hegel o Kant quedaron diluidos cuando la juventud europea, además influenciada por la retórica marxista, consideró que la educación estética no salvaba al hombre de la sangría. La belleza, como ideal ilustrado, parecía haber fracasado —junto a la élite cultivada. Ya había, sobre todo como herencia de Kant —y a partir de la lectura del tratado de Longino—, la idea de que la belleza no tenía que ser central en la producción estética y que quizá el arte podía evocar sensaciones más profundas que el placer visual —inherente a la contemplación de lo bello.

La conjunción de todo esto, más la transición que el sistema de las artes había vivido —del viejo al moderno y del artesano al artista autónomo, independiente y libre—, impulsó una creación artística que cada vez disentía más de la imitación. El valor ya no estaba necesariamente en la capacidad de reflejar la realidad sino de distanciarse con ingenio.

Barnett Newman, por ejemplo, a propósito de lo sublime, fue uno de los que primero se dio cuenta de las limitaciones del arte imitativo para poder expresar el concepto o la intención del artista —porque tanto el concepto como la intención se volvieron valores fundamentales de la producción estética. Como planteó Kant, lo sublime no puede ser representado dentro de las limitaciones pictóricas porque implica aquello que trasciende la forma —lo sublime es lo vasto. Es cierto que Newman valoró lo sublime por encima de la belleza —y, en consecuencia, denostó de la belleza—; pero su intención era conceptual. El propósito de su arte era evocar sentimientos en una audiencia que se involucraría en un acto de contemplación desinteresado. Aunque disruptiva, la esencia del arte de Newman no rompía con la tradición contemplativa que también
se remonta a los griegos. Es decir, el arte como vía de trascendencia espiritual.

Por ejemplo, la obra de Newman, Onement I, ha sido interpretada por un crítico como Arthur Danto como una evocación de la unicidad de Dios. En Onement I se manifiesta lo sublime, sobre todo gracias la escala de la obra. Y Dios, en todo caso y a partir de la descripción burkeana, es sublimidad antes que belleza. En el caso de la obra de Newman, la vastedad remite a la infinitud de lo divino.

Onement I
Onement I

En ese sentido, el anhelo clásico —recogido por Santo Tomás— de la contemplación como vía hacia la divinidad (y la trascendencia) se mantiene en obras que, aunque eluden la forma pictórica e imitativa, presentan lo sublime. Otra obra de Newman, Vir Heroicus Sublimis, funciona como ejemplo de esto: sobrecogimiento gracias a un intenso color rojo, fragmentado, en un masivo lienzo de más de dos metros por cinco y medio. Y el concepto es atajado inmediatamente por el espectador: por sus proporciones y su fuerza, nos recuerda nuestra presencia en el lugar. El estar allí. El Dasein de Heidegger.

La obra Roden Crater de Turrell, instalado en un cráter volcánico en Arizona, transforma el paisaje en un observatorio celeste que crea una experiencia inevitablemente sublime del espacio y la luz. La visita a la obra implica el acto contemplativo y desinteresado que, según la tradición, es condición para la verdadera creación estética. Esa «libertad en la apariencia», que disocia al hombre de sus impulsos y lo aparta de sus intereses prácticos, es precisamente lo que, de acuerdo con Schiller, ennoblece el alma. Los ejemplos son demasiados.

Aún el arte abstracto, ontológicamente, puede aspirar a la trascendencia en la medida en que supera al objeto y propone el concepto para ser descifrado en la experiencia estética. Su recurso es su sublimidad y precisa de contemplación. El reto es que el arte se mantenga en la dimensión funcional —paradójicamente— que le daba Hegel: como, junto a la filosofía o la religión, portadora de la verdad —y manifestación del espíritu.

En trabajos como los de de Kooning, Rothko o Kline existe presencia —pese a la absoluta secularización—; es decir, lo que Roger Scruton consideraba como la manifestación del orden, el misterio o la sacralidad en el mundo. Obras de la abstracción expresionista o el neoexpresionismo nos remiten a significados profundos. En gran medida, juegan con las posibilidades que las limitaciones del ícono evitan. Tienen lo que Danto llamaba el aboutness, o la capacidad de evocar algo. Es la belleza interior que el mismo Danto reconoce inmediatamente y sin tener contexto al presenciar Elegy to the Spanish Republic No. 172. Una belleza no estética sino del motivo, identificada por la razón.

Hay una brecha gigante, en cambio, con el arte conceptual banal —que, en el fondo, no es sino cinismo posmoderno—, que no presenta sino señala. Ya no es marginar o menospreciar la belleza, sino simplemente ridiculizarla. Es la deconstrucción del concepto del arte y su valor reside en cuestionar la misma esencia del arte. No es una obra autónoma con aura —bajo el concepto de Benjamin— sino un producto mediático, hecho para recibir atención, generar viralidad y titulares. Los readymades de Duchamp pusieron la primera piedra y el sistema del arte, para resistir, terminó asimilándolos.

La distancia que hay entre las obras de Kapoor o la banana de Cattelan es grande. Detrás de Comedian hay un capricho arbitrario de desafiar al sistema determinando que lo absurdo también es arte. La impresión del espectador frente a la banana no es igual a la impresión que pudiera tener, por más abstracta que a algunos les parezca la obra, ante No. 1 de Pollock. El espectador ha quedado despojado de la verdadera experiencia estética que lo involucra en la contemplación desinteresada. En cambio, es testigo de un vulgar gesto de provocación.

El gran problema del arte conceptual de la contemporaneidad es lo vacío de contenido que está. Ya no se trata de que no implique a la belleza como concepto principal, sino que simplemente no involucra ningún concepto. El intento de evocar sentimientos queda completamente neutralizado.

Supuestas obras como las latas selladas con heces humanas de Piero Manzoni, Work No. 227 de Martin Creed —una habitación donde las luces se encienden y se apagan cada tanto— o la escalera de Yoko Ono son la muestra de que el sistema del arte fue demasiado lejos en su intento de resistir a las pretensiones de ser ridiculizado. Es la gran queja de Duchamp: con su Fuente, pretendía derrocar a las bellas artes, pero las bellas artes terminaron asimilándolo y puso a sus readymades en un museo. El hecho fue una burla para Duchamp, pero le hizo un daño irreparable al arte.

Ese daño tiene consecuencias. Al arte vacío se le suma el dominio de la funcionalidad, el rendimiento y la producción sobre la idea de lo inútil —o lo que Wilde llamaría la mentira. Propuesto por el marxismo alemán y potenciado por el capitalismo, toda creación estética — bien sea arquitectónica, cultural o plástica— está sometida a lo práctico, lo que despoja a la vida del ornamento. Los efectos son palpables: no hay nada a qué aferrarse. No hay belleza, no hay conceptos o alma. Es la era del vacío según el diagnóstico de Lipovetsky —donde el arte pierde el sentido y es, entonces, como la obra de Cattelan, un espectáculo mediático. La era del narcicismo apático.

Orlando Avendaño
Orlando Avendaño