El pan y los bits

«Homo homini parasitus —El hombre es el parásito del hombre —esto debería estar escrito en las puertas de nuestro mundo posmoderno—. […] El hombre es matematizado, encerrado, a través de altas dosis de diversas sustancias (materiales e inmateriales): data, comida que no es comida, drogas —pídelo que lo tenemos—».

— Veneza, El Dolor como musa

«La palabra parásito en origen denotaba a un miembro del séquito de un gran hombre. Registraba el hecho de que tales acólitos se sentaban a la mesa del gran hombre y sobrevivían de su pan. Etimológicamente la palabra parásito significa comer pan (sitos) al lado (para), y durante siglos se ha comprendido de manera implícita que el parásito masticador no da nada a cambio a su benefactor».

— JMSmith, God’s First and Primitive Law

El propósito no es enmendar las citas que sirven de frontón de este escrito, sino ampliarlas o matizarlas. El filósofo turinés Giorgio Colli, estudioso entre otros temas de la dicotomía nietzscheana entre lo apolíneo y lo dionisíaco, dice sobre lo segundo que él [Wagner] había visto mejor en la naturaleza de la música, y había llamado dionisíaco a su carácter extático, al distanciamiento, al desgarramiento, a la alusión extrarrepresentativa a través de lo perceptible. Entendida así, la música es interioridad pura, que no busca la visibilidad porque la percibe como inadecuada. Hay una autonomía mística en esta perspectiva, evocada por Schopenhauer, y es precisamente de esta matriz de donde Nietzsche ve surgir lo dionisíaco. Para Colli lo más señero de lo dionisíaco es su carácter extático y de disolución de la individualidad.

Lo que cambia, con lógica, es el escenario y el propósito de la utilización de la música. Mientras que el arte total de Wagner vehiculaba historias con un sentido de lo sagrado, la música rock en unos grandes almacenes pretende hacer al comprador olvidar los inconvenientes que tendría pagar un poquito de más en la carne o el pan de molde contagiándole del optimismo facilón o de la pasión de la letra en una canción conocida. ¿Y qué hay del precio de las consumiciones en los ya mencionados locales de ocio nocturno? En el caso que me es más familiar, que es el español, los precios de las copas han incrementado en apenas veinte años entre unas cuatro y cinco veces, mientras el poder adquisitivo no le ha ido a la zaga.

Esto habría obstaculizado la pervivencia de las discotecas. Se da la paradoja de que los lugares designados para dar rienda suelta a un instinto primario, como Colli denomina a lo dionisíaco, los lugares donde se debería ir a estar en un ambiente social y escuchar música más o menos popular están en aparente retroceso por el aumento del coste de la vida, pero prácticamente por todas partes se sigue oyendo música en contextos donde hasta hace muy poco no pertenecía.

Es aquí, a mi juicio, donde entra en escena el parásito. El hombre posmoderno, como señala adecuadamente Veneza, ya no se alimenta sólo del pan de su señor a cambio de decirle lo estupendo que es, a veces incluso cree que se alimenta de un pan de gran calidad y no lo está haciendo. Por el contrario, la dieta posmoderna es la dieta de Claude Shannon, el pan se unta en salsa de bits, de clickbait, de informaciones, desinformaciones y factoides al peso. Aquí la relación parasitaria es incluso coactiva, a diferencia de en tiempos de, por ejemplo, Dión de Siracusa.

Las personas en todas las épocas han necesitado saber qué ocurría en el mundo que les circundaba para actuar acordemente y su mundo se ha ensanchado hasta límites insospechados con las nuevas tecnologías. Es casi seguro que nuestra época es la que tiene más agencias de noticias, más editoriales, más periodistas, más analistas, más contertulios televisivos y más charlatanes sobre la faz de la Tierra de la historia. Para sostener toda esta edificación es imperativo cultivar una cierta actitud parasitaria en el espectador, que reciba cantidades ingentes de información sin dar nada a cambio, pues, ¿qué puede hacer frente al amplio abanico de radios, televisiones, diarios digitales, periodistas y analistas de redes, influencers, etc.? Mantengo que el parasitismo posmoderno no es innato sino inducido. No es horizontal sino vertical.

La relación parasitaria la cultivan las propias grandes empresas y agencias de publicidad cuando premian a alguien por tener buena apariencia y posar con sus productos. Un poco al modo debordiano, hemos transitado desde el tener que trabajar para aparentar un alto tren de vida a que el propio aparentar sea el alto tren de vida en sí mismo. Y con nuestro pan nos lo comeremos. Si prima la apariencia sobre la sustancia, acabaremos comiendo en iglesias y rezando en supermercados o, al modo de Buñuel, comiendo en el retrete y defecando en el comedor.

Basta con que unos tengan una apariencia lo suficiente aproximada a los otros. Y en medio de todo este desorden, cada uno carga con su propio parasitismo como más dignamente puede, porque en la época que venía a traer el evangelio de la autosuficiencia y el desarrollo de la personalidad para acabar con todos los desarrollos de las personalidades, estamos siendo capaces de observar que bajo la fachada del joven oficinista con hipermovilidad que no depende de nadie o del individuo hiperpolitizado con una ideología de nicho que salvará a la civilización por sí mismo, se esconde alguien con una fuerte relación de dependencia con su fuente de ingresos, ya sea su empresa o el Estado, pero además con formas a veces sucedáneas de ser social ya mencionadas, como las redes sociales, los supermercados, las tiendas de ropa o las discotecas. El resto son apariencias.

Rodrigo Valentín
Rodrigo Valentín