Distributismo y distopía con Sergio Fernández Riquelme

En esta ocasión, en las conversaciones de El Vórtice, hemos contado con el concurso de don Sergio Fernández Riquelme. El profesor Fernández Riquelme, docente en la Universidad de Murcia, España, es un distinguido doctor en sociología cuyos campos de interés abarcan la política social y la historia de las ideas. Además, se desempeña como director de la revista La Razón Histórica. Destaca por ser uno de los pocos escritores en lengua española que han tratado temas tan diversos como la teoría económico-social del distributismo (promovido por figuras como Gilbert K. Chesterton o Hilaire Belloc), la historia de Rusia (zarista y soviética), el nacionalismo serbio, la democracia orgánica y China. A ello se suma su incursión en la producción novelística, algo poco común dentro del ámbito del profesorado universitario, con su trilogía postapocalíptica del Agua, en la que esboza un futuro de carencia de recursos materiales básicos.

Don Sergio, usted ha escrito un libro a propósito del distributismo y ha intervenido anteriormente en medios digitales hablando sobre esta teoría política de «tercera vía» entre el capitalismo y el comunismo si se quiere, hablando con entusiasmo acerca del cooperativismo y de uno de sus mayores exponentes, la Corporación Mondragón. Los méritos teóricos de esta teoría son quizás incuestionables, pero, ¿no se ha quedado algo anquilosada la idea de «tres acres y una vaca» en un mundo mucho más urbano que el del incipiente siglo XX? Por otro lado, ¿qué le suscita que le preguntemos por la figura de Charles Gide y su idea de una República cooperativista? No tiene la dimensión metafísica de espiritualidad católica que preconiza el distributismo, pero se diría que es afín.

Pasado, presente y futuro son las tres dimensiones constitutivas del tiempo histórico, a modo de experiencias, posibilidades y expectativas. Y las ideas humanas, como creaciones individuales o colectivas que impactan en nuestro quehacer, vienen ineludiblemente determinadas por dichas dimensiones. El distributismo, como otras ideas cooperativistas o comunitaristas deben ser evaluadas desde esa triple óptica. No solo, por tanto, en lo que fueron o dejaron de ser (agotadas en su génesis particular) sino en lo que han dejado y en lo que pueden aportar, sobre todo porque responden a esa naturaleza «social» o colectiva que es propia de la naturaleza humana, mal que pese a paradigmas individualistas o colectivistas, liberales supuestamente puros o estatistas realmente mixtos.

La idea de «los tres acres y una vaca» de Chesterton (y en menor medida de Belloc) fue producto de un momento concreto y de un contexto propio, fuera de los cuales no tiene sentido. Y además fracasó rotundamente en pleno imperialismo comercial y colonial británico. Pero no importa tanto algo que ya dejó de ser, ontológicamente hablando, sino lo que sigue siendo en la posibilidad de una alternativa (como enseñanza sobre los mismos males que achechan, independientemente de la etapa de la Modernidad capitalista) y en la expectativa que abre (como opción que no se rinde y que persiste con todo en contra). Siempre habrá alternativas comunitarias de las que extraer enseñanzas concretas, caminos grupales diferentes de los que aprender, o terceras vías cooperativas que demuestran la pluralidad real, y no siempre advertida, en las formas políticas en nuestra historia local o global.

La realidad comunitaria podrá ser borrada o agostada entre las grandes «máquinas» modernas (que lo individualizan o lo totalizan todo), pero siempre renacen, resurgen o se reinventan porque siempre han existido, existen y existirán. Por ello vemos a tantos jóvenes, y no tan jóvenes, valorar esa realidad ante la soledad y el desarraigo, a intelectuales de diferente signo estudiarla académicamente, y a nuevos movimientos soberanistas/identitarios que ponen la misma en el centro de sus propuestas políticas. Persiste, se necesita, se implementa.

Así hay una eclosión de pretendidas «terceras vías» ante lo que está mal en el mundo (Chesterton dixit), en esta finisecular era ya posmoderna, ante el derrumbe o crisis de viejos paradigmas cuasi sagrados (bipartidistas, por ejemplo), que no saben dar respuestas ante los cambios acelerados que se producen, sociológica y antropológicamente, y ante la repuesta tan natural de gente y pueblos que reclaman seguridad desde el pasado, ante el presente y frente al futuro en esta fase donde se pretende que nada sea estable, compartido y eterno.

Unas vías recuperan la tradición cristiana más pura, otras responden a la cosmovisión judeocristiana de referencia o pertenencia, otras pertenecen a sentidos comunes más seculares (nacionales, étnicos o culturales), algunas buscan recuperar obrerismos obsoletos, y otras apuestan, como en el caso de la restauración de ideas como las de Charles Gide, por sentidos comunitarios claramente cooperativos. Pero en todo caso, estas vías intermedias comparten, más allá de sus diferencias por país o por ideología, una visión completa y cerrada de la «armonía social» (al estilo de Durkheim), desde el amor a algo común que une a todos en una misión superior y compartida, tanto en lo material como, inevitablemente, en lo espiritual. Como escribía Gide, todo el mal nace de considerar que existen relaciones entre los hombres de las cuales pueda ser extirpado el amor.

Aparte de su labor académica al frente de la revista La Razón Histórica y de haber escrito libros sobre historia, sociología o política, también ha cultivado la novela postapocalíptica con su trilogía del Agua (Agua pura, Agua sucia, Agua libre). En la antigüedad clásica se había concebido el fin del mundo por combustión (la ekpyrosis) y por inundación o anegación (el cataclismo), pero no está tan extendido que se anticipara un fin por sequía. Algunas de las historias postapocalípticas más populares en la actualidad, como la saga de novelas Metro de Glukhovsky o los videojuegos de Fallout, vuelcan sus precauciones sobre el peligro nuclear, más que sobre la escasez de recursos. ¿Qué le llevó a avizorar este potencial alarmante futuro?

El futuro, como expectativa, está siempre por escribir. Nadie sabe lo que va a pasar (excepto en lo biológico, tarde o temprano), pero todos podemos atisbar qué puede pasar. Porque somos libres incluso en soñar, imaginar, atisbar, predecir, inventar o elucubrar el devenir, desde el miedo a lo desconocido o desde el deseo del cambio. Nos movemos, generalmente, por lo que deseamos que llegue o que no suceda, por lo que necesitamos que suceda o que no acontezca.

Antes, los anhelos o temores conducían a glorias o penurias terrenas, entre el cielo y el infierno. Pero en los tiempos de «liquidez» abiertos por la Modernidad (abusando, como tantos, del concepto de Bauman) llegaron utopías al abrigo de ese «milagro de la técnica». En una era donde todo, supuestamente, era posible, la libertad humana (sin condicionantes tradicionales) y el desarrollo material (sin frenos morales) lo podían transformar todo, en beneficio del bienestar y la razón. Ilustrados y revolucionarios primero, liberales y socialistas después, y capitalistas y comunistas finalmente inundaron la contemporaneidad de esas aspiraciones utópicas (y sus contrapartes reaccionarias y contrarrevolucionarias de ucronías contrapuestas); pero también provocaron, ante los fallos y excesos de ese «milagro», distopías que advertían de consecuencias no deseadas o peligrosas por venir o por acentuarse en muy poco tiempo.

Nació un género que impactaba en quioscos y librerías, se popularizó en radios y televisiones, y es viral en cines y plataformas. La fantasía o la ciencia ficción más profunda mostraba el lado oscuro que podía conllevar el progreso sin freno, ante señales de desastre natural, crisis socioeconómica o injusticia política que se veían en calles y gobiernos, o buscaban mundos alternativos (dentro o fuera de nuestro planeta) donde refugiarse o al que escapar del poder asfixiante de los dos «gigantes» que dominaban cuerpos y almas, en comandita o en rivalidad (el Estado y el Mercado). De London a Zamiatin, de Rand a Harrison, de Huxley a Orwell, de Bradbury a Tevis, de Asimov a Miller, de Dick a Turner. La distopía se convertía en un medio de denuncia, desde el porvenir, de lo que se había gestado en el pasado o se estaba gestando en el presente, a manos de esos «gigantes» y sus dueños burocráticos u oligárquicos. Ayudaron, y mucho más de lo que se cree, a cambiar conciencias en ese contexto.

Cumplida su función de denuncia, quedó en cierto olvido. Pero tras años de blockbusters de acción y diversión al servicio del cliente (en novelas, videojuegos o películas), el género está regresando con fuerza y pretendida profundidad. Pero, a mi juicio, esa vuelta o popularización viene marcada, en general, por lo más comercial: mero contenido hedonista, producto desechable de terror o suspense, simple entretenimiento para llenar plataformas o instrumento declarado de adoctrinamiento ideológico. Como un medio de evadirse y soñar, a lo mejor, ante la incapacidad para impactar o cambiar en un mundo donde revoluciones, subversiones o huelgas están cada vez más alejados del vocabulario cotidiano. Aunque, como en mis novelas o en trabajos como el de Glukhovsky y en productos audiovisuales a contracorriente, hay espacio para la clásica distopía, rompedora en la formas y el fondo, planteando debates morales, sociales y políticos que están ausentes de las grandes historias políticamente correctas (más allá del triunfo de lo bizarro, que llena tantas pantallas y oscurece tantos debates) y que, como los clásicos demuestran, tendrá significado y sentido si atiende a esos temas que en la actualidad o no se pueden contar o no se pueden denunciar.

En mi caso, en la saga Agua pura, Agua limpia y Agua libre narró, interconectando esas tres dimensiones del tiempo histórico, la lucha fratricida por los recursos (en este caso, el agua) en un país camino de la extinción, de los mitos que marcan nuestra mente (y que nos persiguen) y de las relaciones que perduran y perdurarán (aunque no queramos). En suma, de esos amores mundanos o profundos que trascienden el espacio y el tiempo (a las cosas y a las personas) y que nos vinculan con los que nos antecedieron sin querer, con los que coexistimos pese a estar alejados, y con los que vendrán, si es que somos capaces de dejar descendencia física y espiritual. Amores por los que morir o matar, por los que perseguir y ser perseguido, por los que luchar o ante los que huir.

Eso sí, toda distopía, como demuestran los clásicos del género, y yo intento modestamente hacer, no solo se centra en ese futuro terrible o misterioso (como es obvio), sino también atiende un pasado del que supuestamente parte y un presente que aparentemente continúa, intentado ligar ese devenir a lo que han pasado y pasan en sus vidas los posibles lectores o espectadores. Es decir, que es un instrumento para novelar por completo un «tiempo histórico», con su lógica interna cronológica y vitalmente, proyectando problemas ocurridos o dramas actuales en una perspectiva de largo recorrido, que deje llevar la imaginación, pero arraigándola a expectativas humanas reales (trascendentales y cotidianas) que den verosimilitud a ese escenario que podría llegar.

Usted es, quizás, de los pocos autores en lengua española que ha escrito un libro sobre China destacando su carácter, no sólo comunista, sino también capitalista. Además, le ha dedicado libros a la historia de la Unión Soviética y de la actual Rusia, que en la actualidad también es una democracia, si se quiere, iliberal, pero formalmente multipartidista, y su sistema económico no es de planificación centralizada de la economía, aunque esta noción pueda seguir arraigada en algunas personas. ¿No hay alternativa, pues, como pretendía Margaret Thatcher al sistema de producción capitalista? Y todavía por encima de eso, ¿«no hay sociedad»?

Las formas políticas cambian. Ley de vida. Cayeron reyes y líderes todopoderosos. También las económicas mutarán, mal que pese a tantos doctrinarios de uno y otro lado. Se hundieron los sistemas de planificación estatal extrema, y se derrumbarán los sistemas de organización capitalista más libres. Y la vida seguirá. Con otros nombres en la representación, con otros términos en la producción. Rusia se proclama como una «democracia soberana», con partidos y votaciones que conducen a lo inevitable, y China se demuestra como una «economía ultracapitalista», bajo partido único y bandera roja. Ambas naciones, o más bien «imperios» metapolíticamente hablando, aprendieron de la caída del Muro de Berlín y del «fin de la Historia» de Fukuyama.

La democracia y el capitalismo habían vencido, pero sus portavoces no sabían, o no podían percibir, cómo vencerían y quiénes, en realidad, vencerían. Los rusos adoptaron de forma humillante esa democracia, formalmente, pero no solo la han adaptado a una versión propia, sino que la exportan como versión «soberana» a varias latitudes, ante tanta inseguridad vital en sociedades políticas hiperconsumistas e hiperindividualistas; y los chinos aprendieron interesadamente sobre ese capitalismo, y se convirtieron en un abrir y cerrar de ojos en la gran fábrica del mundo, ante tantas necesidades inventadas para no estar solo y no tener de nada. Todo cambia (en las formas) pero todo permanece (en el fondo): la eterna lucha por el poder sobre las personas y sobre las cosas, con esa tensión siempre presente entre la libertad del individuo y la presión de la comunidad.

La wertfreiheit weberiana nos permite entender, y no siempre juzgar, esa historia que se nos legó, hacemos cada día y atisbamos antes o después, donde todo cambia (en la morfología) y todo permanente (en sus esencias), no creyéndonos siempre lo que dicen nuestros amigos (por territorio o por ideología) y no despreciando siempre cómo viven nuestros enemigos. Porque, en ocasiones, esa mutación epocal llega demasiado pronto y tenemos que cambiar o adaptar, súbitamente, nuestra cosmovisión para entender lo que está ocurriendo o no perder el tren de esas tendencias políticas y económicas que creíamos imposibles o improbables.

Recientemente ha publicado un libro a propósito del Gran Reemplazo, este concepto que, no siendo del todo original, pero formulado de esa manera, enunció el pensador francés Renaud Camus, de origen en la izquierda política. Se le han asignado muchos artífices intelectuales al fenómeno, entre ellos el conde Coudenhove-Kalergi o los miembros de la Escuela de Fráncfort, lo que a veces se moteja de teorías de las conspiración. Sin embargo, lo que es escasamente discutible es el cambio demográfico acelerado que está experimentado el mundo llamado occidental. ¿Qué factores, en su opinión, han sido los determinantes en que esto esté acaeciendo? ¿El individualismo liberal-progresista, el decaímiento de la religión, el debilitamiento del sentido de grupo o de Patria, otras causas?

Esta teoría parte de una hipótesis, no de una conspiración. La teoría del reemplazo o sustitución nace de hechos objetivos que una serie de intelectuales y partidos han ido poniendo encima de la mesa durante décadas. La hipótesis de partida es la destrucción de las identidades nacionales por el globalismo internacional, mediante la liberalización extrema de las costumbres, para tener productores y consumidores libres y flexibles (sin cargas familiares, complejos morales ni reivindicaciones grupales); para que el sistema económico no pare y el sistema político actual se perpetúe, cubriendo las necesidades laborales con población alóctona desarraigada y disponible y generando nuevos votantes afectos y agradecidos; y para que el sistema no tenga alternativa posible desde dentro, en un nuevo pacto entre elites partitocráticas ahora convergentes en casi todo. Así se la define como conspiración para desacreditarla, y evitar estudiar en profundidad un fenómeno con mediáticos efectos políticos a nivel macrosocial (lucha ideológica, cambio cultural, reacción identitaria) y claras consecuencias ciudadanas, en lo que se ve y se siente en calles a nivel microsocial (inseguridad y precariedad, falta de convivencia o cambio cultural, desarraigo). Porque es una tendencia epocal, y evidente: al final todos la han reconocido, aunque la mayoría no quieren usar ese nombre «maldito»: para unos es clara desintegración comunitaria (como denunciaron Sartori o Zemmour, de origen más liberal que tradicional), y para otros es multiculturalismo integrador (como defienden las derechas e izquierdas sistémicas), aunque dentro de este bando, determinados países llamados «socialdemócratas» (con el paradigmático ejemplo de Dinamarca) se han visto obligados a entender la tendencia, planteando controles férreos de las fronteras o restricciones del derecho de asilo.

Una teoría que no condena, en general, la emigración (más allá de sectores nativistas o etnicistas radicales), fenómeno necesario e inevitable. Sino que habla, en su mayoría, de su control estricto, de la integración cultural sin complejos, de la priorización en la llegada de personas afines histórica o culturalmente, y de evitar la creación de guetos y posibles conflictos de coexistencia (con el fantasma de las luchas étnicas persistentes en las antiguas Yugoslavia y Unión soviética). Y teoría sobre la que comienzan a articularse, a través de los modernos soberanismos/identitarismos, propuestas políticas para defender identidades superiores de referencia, fomentar la natalidad y proteger a la institución familiar, e institucionalizar los valores tradicionales patrios (más religiosos en la Europa oriental y más laicos en la occidental).

Hipótesis denigrada, sancionada, cancelada, pero que se extiende sin freno por medios de comunicación y redes sociales. Quizás, al reflejar certeramente la visión o percepción de un pueblo, trabajador en suma, preso de miedos al cambio radical y acelerado en sus entornos laborales, vecinales y simbólicos, que lo dejan solo o abandonado donde antes se sentía seguro, como parte de algo conocido, estable y más amplio. Renaud Camus, que popularizó el término, inspirado por las análisis de Jean Raspail y Enoch Powell, dejaba bien claro lo que contemplaba parte de una generación: ¿Qué es el Gran Reemplazo?: es el simple hecho de que sobre un territorio dado había un pueblo, un pueblo simple, bien mezclado por los siglos, bien unido por su sentimiento de pertenencia, su cultura, su arte de vivir y su larga historia compartida; y que en una generación apenas sobre el mismo territorio hay dos pueblos, si no más, que comparten (ese territorio) más o menos armoniosamente; más bien menos que más. Nada más, ni nada menos.

En un artículo usted destaca a Ugo Spirito y a Mijail Manoilescu como pesos pesados del corporativismo. En este mismo artículo, dedicado a la figura de Georges Sorel, resalta su capacidad para aprehender el valor del mito. ¿Qué enseñanzas podemos extraer de Spirito y Manoilescu en la actualidad? ¿Qué mitos movilizadores positivos encontramos en la actualidad?

Spirito y Manoilescu hablaron del corporativismo como doctrina político-social, dentro de la tendencia contemporánea sobre la «moralización» de la economía, que se impondrían en el Interbellum. Es decir, el trabajo o las fuerzas productivas serían el criterio de organización, participación y representación en «lo político» (a modo, mutatis mutandis, de la llamada «democracia orgánica»), superando los partidos oligárquicos y aunando intereses de patronos y obreros. Pero tras realizaciones puntuales, dejó de ser valorada como opción tras el final de la Segunda Guerra Mundial por su supuesta «contaminación fascista» (como en Italia) y falta de concreción, ya que más allá de lo funcional, ambos autores hablaban de esa organización bajo una sociedad-espíritu, donde la conciencia colectiva debía unir a los individuos en una misión común a la que obedecer y en la que colaborar.

Ahora bien, un nuevo «corporatismo» regresó a mediados del siglo XX, como mecanismo de conciliación sociolaboral (empresarios y trabajadores) dentro de los Estados del Bienestar europeos. Es decir, que existe una función armonizadora, total o parcial, entre lo económico y lo político que supera fases temporales o pretensiones ideológicas, y que ahora se ven, de un lado, en el papel de las corporaciones económicas (gremiales o sindicales) que influyen, formal e informalmente, en las decisiones parlamentarias y ejecutivas, condicionando tanto al Mercado como al Estado; y, de otro, en la organización de soberanismos económicos, que sitúan al productor patrio como el referente a impulsar y proteger ante el laissez faire. Estos autores hablaron de un modelo ya antiguo y de una época ya pasada, pero sigue vigente su «razón de ser», al mostrar que siempre habrá esa «moralización» económica comunitaria en la gestión política e, incluso, que persistirán voces que claman por más tecnocracia y menos partitocracia.

También ha escrito acerca de Iván Ilyin, el pensador ruso, que igualmente podría ser encuadrado en una «tercera vía», aseverando que «Su tercera vía rusa, tradicional y conservadora, auténticamente nacional aparecía ya planteada en 1949. Una experiencia histórica ajena a las exigencias extranjeras, aunando lo mejor del pasado y lo mejor del presente, y donde esa autoridad soberana diese explicación a cada acto del devenir». ¿Tiene Ilyin aportaciones que hacer a las presentes Hispanoamérica y España o ha quedado su pensamiento preterido en su opinión?

El pasado persiste cuando se recuerda y se utiliza (o reutiliza). Su valor reside en las posibilidades que nos da en este presente hecho pretérito a cada segundo. E Ilyin, exiliado y contrarrevolucionario, ha vuelto a la palestra en su tierra natal, porque tiene mucho que decir para el soberanismo ruso (más imperial que nacional), en cuanto a la defensa de una misión superior desde la protección de sus valores tradicionales, la recuperación de su espacio vital (en plena lucha posmoderna, o «batalla» que no es meramente cultural, como vemos en las trincheras de Ucrania o en los intereses en Georgia o Moldavia) y la defensa de un estado-civilización diferente, plurinacional y jerárquico. No solo está presente en las tesis del peculiar y moderno «euroasianismo» ruso (bien visible en el influyente Aleksander Duguin), en determinadas cátedras universitarias o en formulaciones intelectuales de indudable influencia; el mismísimo presidente ruso lo citó en varios de sus discursos fundamentales y lo situó, incluso, entre las lecturas imprescindibles para la política patria. Nosotros insistimos en el tercer camino para Rusia y consideramos que es el único correcto, proclamaba Ilyin y repetía Putin.

Su «tercera vía», desde la considerada civilización original rusa (antes entre marxistas y liberales) ha sido recuperada porque aporta valiosos principios doctrinales en el presente para fundamentar y justificar el desenvolvimiento del «singular» soberanismo ruso (más allá de su propio contexto germinal o explicativo). Pero impacta dentro y fuera del país (en ese mito tan analizado de Rusia como la «Tercera Roma»). Porque no se queda solo en las fronteras del país más grande de la tierra, sino que esa «vía» pretende ser exportada o ser guía para otras naciones, aportando elementos de juicio para seguidores descarados o imitadores no siempre desvelados. Bien por las mismas tesis de Ilyin: una posible reinterpretación sobre la articulación contrarrevolucionaria posmoderna, frente al dominante progresismo (antes bolchevique, ahora liberal), desde una misión nacional particular, desde una continuidad histórica legitimadora y desde un tradicionalismo moral propio y diferenciador. O bien por influencia colateral del soberanismo ruso en tantas partes del mundo, donde se pueden copiar, total o parcialmente, algunas de sus atractivas banderas: la independencia nacional, el orden autoritario/estable, la interrelación entre lo público y lo privado (en el polémico «capitalismo de Estado»), o esos valores tradicionales (más o menos religiosos). Muy atrayentes, como comprobamos, para determinadas elites y notables sectores sociales (de la emergente África a la envejecida Europa), en cuanto a la autonomía identitaria frente a la dominante homogenización liberal-progresista, impuesta desde los centros de poder occidentales tras la caída del Muro de Berlín.

En el caso del mundo hispanoamericano, el proyecto de la Rusia de Putin (y las ideas de Ilyin asociadas) pueden tener indudable impacto en los nacionalismos locales, en forma de inspiración para democracias más jerárquicas, reacciones identitarias profundas y proyectos regionales supranacionales de alto calado, que unan en misiones comunes más allá de la persistente influencia neocolonial norteamericana (neocon o progresista). Eso sí, siempre que evolucionen más allá de la dicotomía izquierda (bolivariana) y derecha (neoliberal), especialmente cuando acabe la fase bélica del conflicto de Ucrania y se consolide un mundo multipolar donde ser admirador o aliado de la Rusia de Putin no conlleve la sanción internacional.

Para terminar, por favor, aparte del suyo propio, ¿podría recomendar algún libro o lecturas en general sobre el distributismo y el cooperativismo? Y, por otro lado, ¿hay ejemplos sobresalientes de economía cooperativa en la actualidad que sean comparables a la Corporación Mondragón en su primera época?

Siempre hay que acudir a los clásicos para conocer esas terceras vías más antiguas o ya aparentemente superadas. Sobre el distributismo, Gilbert K. Chesterton (Lo que está mal en el mundo o El hombre eterno), Hilaire Belloc (El Estado servil), los textos de la Liga Distributista e incluso referentes posteriores como Dorothy Day, Peter Maurin e, incluso, E.F. Schumacher. Y sobre el corporativismo, junto a los textos de los citados Manoilescu o Spirito, son de obligada lectura las obras de escritores españoles como Ramiro de Maeztu, Ángel López Amo o Gonzalo Fernández de la Mora, así como la abundante producción en Hispanoamérica del gremialismo chileno (de José Luis Osvaldo Lira a Jaime Guzmán) o los estudios de las experiencias corporatistas en México y en Brasil.

Pero no hay que olvidar a los referentes sobre esas vías más actuales o actualizadas. Sobre el comunitarismo (junto a la relectura de los tradiciones textos del socialismo utópico o de la Doctrina Social de la Iglesia) están en boga autores como Michael J. Sandel, Michael Walzer, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor o José Pérez Adán. Y dentro del amplio fenómeno del cooperativismo podemos citar a los teóricos franceses del decrecimiento o de la ecología humana, al movimiento cooperativista como Economía Social o Tercer sector, o a las tesis y acciones de John Médaille. Sin olvidar, a tantos soberanistas, identitarios, libertarios o los nuevos «tecnocorporativistas» que defienden su forma de entender la comunidad como base de la reforma política y económica de la democracia liberal y capitalista hoy ciertamente progresista.

Rodrigo Valentín
Rodrigo Valentín