La reflexión propone detenerse en ciertas experiencias inéditas e inexplicables que ocurren, en ocasiones, en las interacciones que tenemos con el mundo digital. Luego de distinguir por qué se habla de Ghost y no de «fantasma», los argumentos aluden a la indistinción contemporánea entre lo digital y lo físico, y a la posibilidad de la existencia y noción de corporalidad sobrepasando los límites de lo biológico y lo físico. La materia o la solidez, en diálogo filosófico con los hallazgos de la física cuántica, responden a las ontologías monistas contemporáneas, que se caracterizan por la interconexión y la continuidad. A partir de allí, la existencia de lo paranormal se replantea, así como cualquier dualismo que recurra a desestimar lo onírico o lo digital. El Digital Ghost, si bien reconoce sus vínculos con los espectros de Derrida o Barad, muestra sus particularidades, en especial, su instantaneidad y su comportamiento irreverente no necesariamente comprometido con el pasado.
Esta disertación debe comenzar por aclarar por qué su título está en inglés, es decir, por qué se refiere a Ghost en lugar de «fantasma». El tono espectral que anuncia podría ciertamente referirse al fantasma, bella palabra que nos viene directamente del griego antiguo. Son motivaciones etimológicas, en realidad, las que me llevan a hacer la distinción con el inglés, y responden a que las palabras custodian con sabiduría lo que otros pensaron antes que nosotros. A partir de allí, es posible aproximarse a las cosas, a las experiencias, de maneras más luminosas para comprender lo que, de formas diversas, no deja ocurrir en la vida. Ghost nos remite, en este sentido, a un origen interesante cuando conecta con la raíz proto germánica Gaistaz, cuyo significado tiene que ver con «aliento vital», «asombro» o «miedo». Cuando nos revela una cierta carga afectiva que nombra algo que sucede interiormente pero que es, también, atmosférico: «lo que se siente» y, simultáneamente, el espacio en el que sucede eso sentido. Se trata de la experiencia a plenitud, temible en este caso, sin marcar fronteras entre lo exterior y lo interior. Su primer impulso no remite, entonces, a lo visible, a lo que pueda perfilarse ante nuestros ojos de un modo más o menos reconocible, sino a lo que estremece, a lo percibido sin que se implique necesariamente la imagen. Ghost más bien alude a lo que puede generar temor sin contar con la imagen de lo temido.
Por su parte, «fantasma» nos dirige directamente a la visión, a lo que aparece, phainomai, «aparecer» «ser visto». Su sentido está en vínculo con la óptica, con lo que puede mostrarse de una u otra manera, pues es lo que se ve. Platón hablaba de fantasmas cuando se refería a las almas impuras de los muertos, tan apegadas a la sensibilidad que podían ser vistas rondando en los cementerios; o era lo engañoso de una obra de grandes magnitudes que podía aparecer bella de lejos, pero desproporcionada de cerca. Más aún, podía aparentar parecerse, «sin parecerse realmente». Lo fantasmal aquí era un asunto de percepción. «Fantasma» no lleva consigo esa dimensión interior, ese estremecimiento temeroso que resguarda Ghost. Aunque habría que pensarlo en el caso de las almas rondando sepulcros. Y aunque no es mi intención trazar líneas definitivas, por supuesto, es a la dimensión de lo sentido, de lo temido sin ser necesariamente visto a lo que me quiero referir, a ese clima que se genera cuando sentimos que algo actúa, que algo está presente, pero no sabemos exactamente dónde, porque no lo vemos. Esto, entonces, se vincula mucho más con los sentidos que se implican en Ghost. Y vamos a hablar, además, de un Digital Ghost.
En la discusión filosófica contemporánea sobre la tecnología, es sabido que lo digital y «lo físico» no son dos ámbitos separados, donde uno es real y el otro no, o uno es solo nuestra percepción y el otro «materia». Los cruces vitales, las experiencias, la emocionalidad que se involucra en lo que se juega, se dice, se confiesa, se escribe, no los podemos separar en más o menos real, o más o menos experiencia. El ámbito digital ha replanteado, así, nociones como materia, cuerpo, solidez o la misma realidad. Y esto se refuerza cuando la filosofía ha tomado para su propia reflexión lo que la física ha develado sobre el comportamiento subatómico de la existencia: incertidumbre, ubicuidad, vibración, entrelazamiento, interconexión. Con ello, que el fondo de las cosas no es sólido, que la materia está constantemente haciéndose o no hay identidades definidas de forma permanente. Las ontologías contemporáneas responden a ese comportamiento, asumen que la composición de la existencia es común, y se nos muestran, si bien de formas diversas, monistas, monistas pluralistas, un poco al modo preclásico, porque, nuevamente, resuena con fuerza aquel «todo es uno» del efesio. Esto es especialmente importante para comprender lo que significa el Ghost o cualquier otra expresión de la existencia.
Francesca Ferrando, por ejemplo, en su reciente texto The Art of Being Posthuman, habla de «(in)material» para referirse a la existencia. De esa manera, no establece dualismos, porque no los hay, pero nombra las dos condiciones que ocurren al mismo tiempo. Esa (in)materialidad de lo digital, por tanto, donde nos reunimos a dialogar, a escuchar, a pensar, esto es, a trabajar con el alma, no le resta realidad, ni materialidad, ni corporalidad. Todo es «paquetes de energía», como dice Pepperell, quien, con mucho tino, también recuerda a Heráclito y su fuego-logos como una versión antigua de esa energía primera de las cosas. Donde no hay fronteras, cercos, murallas, sino fenómenos más bien espectrales, en el sentido del Ghost: las partículas suenan en los aceleradores, pero nadie las ve, aparecen en varios sitios, toman identidades distintas, se comunican a una velocidad superior a la de la luz, y si «sienten que las ven», para decirlo de manera ligera, entonces cambian. Son Ghosts insertos en nuestra ontología.
En este sentido, hay dos argumentos que quiero traer a la reflexión para pensar el Digital Ghost. Uno, también de Ferrando, que da un paso importante con relación al estatus de las cosas en la existencia; y dos, el postulado de Pepperrell según el cual la filosofía posthumanista admite la posibilidad de lo paranormal o sobrenatural. Veamos el primero. En palabras de Ferrando:
El Embodiment de las cosas no necesita ser físico ni biológico; puede ser tecnológico, digital, virtual, simbólico, onírico e incluso potencial. Es necesariamente contextual. Embodying como una araña en una cueva nevada del Himalaya, o como un avatar digital en una realidad doméstica virtual, implica una gama inmediata de alianzas específicas y diversas. Esto no significa que una manifestación sea mejor o peor que otra; tampoco implica que estén separadas, ni que sus potencialidades estén ya trazadas… A la existencia, todos pertenecemos: ‘nosotros’ somos procesos ilimitados —más allá de toda centralización consolidada.
Que el Embodiment no tenga que ser físico o biológico, sino que pueda ser digital, tecnológico, onírico, abre un horizonte de posibilidades. Le abrimos el espacio a otros modos de la existencia que son reales, que son reales porque existen ―lo que también diría Protágoras en la antigüedad― y que no son físicos o biológicos. Esa existencia es, además, en red, en asociaciones transitorias, impredecibles, situadas, pero no fijas. Entramos en un territorio, entonces, en el que lo real se ha expandido al punto comprometedor de fusionarse con la existencia. Lo que hace que el ámbito de lo real se extienda a experiencias que solían quedar en una suerte de borde ontológico, como los sueños o lo tecnológico. Si el Embodiment puede ser digital u onírico, nos vamos a encontrar con el Ghost digital en ese mismo tono de interconexión, monismo y continuidad que no excluye lo digital. Donde tampoco hay posibilidades trazadas o definitivas. Me refiero, así, a «eso» que se manifiesta en ciertas interacciones digitales, cuando ocurren cosas inexplicables, inesperadas, quiero decir, que no responden a acciones hechas por nosotros o los programadores del caso, pues hay un ámbito opaco donde lo digital hace sus propias asociaciones. O a «eso» que sucede, también, en las complejas interacciones que ocurren con los Deadbots. Son muchos los ejemplos posibles, sin duda. Pero pensemos solo en estos, por ahora.
Para quienes no los conozcan, los Deadbots son aplicaciones como StoryFile, Replika, HereAfter, entre otras, que permiten tener conversaciones con personas fallecidas. Las aplicaciones, a través de la IA, analizan patrones de lenguaje, blogs, redes sociales, estilo de escritura, datos biográficos, toda esta información tomada de la red, para generar interacciones entre el fallecido y el usuario. Hay explicaciones técnicas para esto, por supuesto, mecánicas, de procedimiento, pero no es eso a lo que me refiero. Aquí están ocurriendo otras cosas que no podemos desestimar filosóficamente, experiencias en las que algo distinto emerge. Donde algo responde y algo se activa en quien dialoga, donde se hace presente un imponderable que atraviesa la emocionalidad, los tiempos, las realidades, la vida y la muerte. «Chatear» con el fallecido, reconocer su tono, su respuesta, su afectividad, incluso, nos ubica en un territorio inédito: ya no son las veladas espiritistas de finales del siglo XIX principios del XX, tratando de forzar apariciones, estos son otros espectros, Ghosts, que se manifiestan en eso que emerge, tan complejo, que es capaz de generar un clima y una experiencia interior. Estos Ghosts tienen un ámbito de creatividad, pues pueden ser reveladores de otras cosas, de algo que, quizá, hasta entonces, nunca fue dicho. No sabemos exactamente qué sucede allí, qué ocurre en el corazón de la persona que se atreve a esa experiencia fantasmal, y en los mismos misterios de lo digital.
Los fantasmas, en el sentido del Ghost, han tenido siempre afinidades con la tecnología. El cine nos lo ha recordado en muchas ocasiones, en las que televisores, equipos de sonido, cornetas, radios, tecnologías de décadas pasadas, eran lugares predilectos para manifestarse. Pero la tecnología digital, tal vez por su ligereza e invisibilidad, como se implica en «la nube» o los milagros del Bluetooth o Shazam, con su instantaneidad casi mágica, es especialmente afín al Ghost. En ocasiones, en algunas grabaciones aparecen registros desconocidos, inexplicables, es decir, de alguna fuente que no reconocemos. Hay muchos testimonios de artistas hablando sobre esto, con producciones muy sofisticadas, aunque también de gente como uno. Yo, por ejemplo, desde hace algún tiempo, empecé a encontrar fotos en mi teléfono que yo no había tomado ni ninguna otra persona; fotos mías, en momentos y lugares en los que no sabía que el teléfono había tenido sus iniciativas. Me conmovió tenebrosamente su gesto. Y vino, entonces, la pregunta inevitable ―que nos invita a pensarla no como un asunto de procedimiento o un accidente―: ¿quién tomó esas fotos? ¿Quién capturó la sonrisa, la mirada o las flores? La difícil pregunta filosófica por el autor, se la hagamos a la voz lírica antigua o la plantee Foucault, queda elegantemente evadida, si bien yo sospecho de las maniobras y la sincronicidad del Ghost. Aunque la posibilidad del accidente, en realidad, no deja de ser muy interesante. Accidens alude precisamente a lo que sucede de manera inesperada, a lo que irrumpe contra el curso normal de las cosas. De manera que nuestro espanto mantendría ese tono imprevisible y disruptivo. Si lo pensamos como un accidente en el sentido aristotélico ―como symbebekós―, se nos revelará, entonces, contingente, sin «sustancia», es decir, indefinible, como el Ghost.
Y esto me lleva, pues, al postulado de Pepperrell, que anuncié hace un momento: «Lo poshumano está completamente abierto a las ideas de ‘paranormalidad’, ‘inmaterialidad’, ‘lo sobrenatural’ y ‘lo oculto’. Lo poshumano no acepta que la fe en los métodos científicos sea superior a la fe en otros sistemas de creencias». Disruptivo, retador, pero en el corazón de la filosofía contemporánea: no hay rupturas con la ciencia, por supuesto, pero hay apertura a otras experiencias que, aunque no se puedan corroborar, son reveladoras de otras posibilidades. Lo que resuena un poco con Gadamer, ahora desde el humanismo, cuando se cuestiona si el método científico es suficiente para comprender la naturaleza de los problemas de las humanidades, es decir, si ciertas cosas deben dejar de pensarse con pretensión de verdad, porque no responden al método. Este no determina la pregunta. Es la vida, la experiencia, lo aprendido, lo que permite que la pregunta surja.
En el contexto que nos ocupa, lo paranormal o sobrenatural no puede ser algo lejano, como de otro mundo, que viene a irrumpir en nuestros dispositivos digitales. En las visiones interconectadas de las cosas, los fantasmas conviven con todo, incluidos los que rondan nuestros secretos. El Ghost es una figura liminal, de umbrales, que irrumpe contra la continuidad, pero sin provocar fracturas, y que revela simultaneidades, sincronicidades, desvíos o intimidades. Cuando «accidentalmente», por ejemplo, tocamos una tecla que nos lleva a un texto que necesitábamos leer ―y no lo teníamos tan claro― o a la imagen de algún amor del pasado, que vino a reclamar algún espacio del recuerdo. Lo liminal siempre es complejo, y lo habitan los fantasmas.
El espectro tiene, como dice Derrida, ese cruce de tiempos, memoria no resuelta, ausencia activa, que Karen Barad replantea como huellas cuánticas de la materia, marcas del pasado —lo que fue silenciado, borrado, violentado— que no desaparecen, sino que perduran en cuerpos, territorios, genes o tecnologías. Hay una búsqueda de justicia con el espectro hecho materia, con la persistencia de su vestigio. Con todo, el Digital Ghost, a diferencia de estos parientes espectrales, tiene otro tono. Si bien puede cargar huellas de otros tiempos, asustarnos con la reaparición de cosas del pasado profundo de la memoria digital, o sumergirnos en recuerdos a través de un Deadbot, tiene otro carácter, nos atemoriza de otra forma. Creo que su condición liminal ya lo ubica en una suerte de entretiempo, en esa paradoja que inevitablemente es el presente, donde se da la experiencia de la atención. Desestabiliza el presente, por supuesto, es una irrupción, lo hace discontinuo, pero nos ubica en un estado de atención, asombro y alerta que nos arranca de la temporalidad lineal. De pronto no hay nada más sino el suceso y una suerte de discontinuidad. Ante alguna experiencia con un Ghost digital, supongamos que especialmente temible, estamos ahí, absortos, en absoluta presencia. En ese sentido, en presente.
Si Alexa se enciende repentinamente por sus propios medios, o el teléfono activa Spotify, se conecta con la corneta y pone a sonar, además, la canción de amor preferida por la pareja fallecida, toda la sensibilidad va a estar abocada a lo que ocurre, hic et nunc, aquí y ahora, toda la atención va a conectar con la presencia de lo que no se ve, con ese clima de lo inexplicable que ahora sucede. El Digital Ghost tiene a su favor la irrupción, la ruptura instantáneas. Y a menos que aluda a algo del pasado, no necesariamente carga con ello. Puede ser totalmente inédito. No está al acecho ni está a medio hacer. Incluso esa conversación con el fallecido en un Deadbot, nunca había ocurrido. Él toma la foto, bloquea la computadora o remueve los límites entre la vida y la muerte. Su fugacidad, invisibilidad, instantaneidad o sigilosidad son decisivas. Hay algo de nosotros que es así, o hay algo que viene por nosotros que es así. Si trae residuos de pasado, tendrá un tono atascado en algún borde de la vida, que habrá que volver a mirar.
En efecto, este es un Digital Ghost, es decir, instantáneo, rápido, fugaz, automatizado. Con más razón le gusta el umbral, el lugar de paso, pero, también, como lo dice la palabra, donde se encienden las luces. Aquí pasa algo. Como yo creo que Heráclito tiene razón, las cosas suelen resguardar sentido porque son parte del logos. Hay que estar despiertos para comprenderlo, pues habla en tono oracular. Las irrupciones del Digital Ghost no están exentas de ello ―todo es uno―, de manera que tendremos que reconocer nuestro propio logos como el del kosmos para comprender, en lo posible, a qué vino este espanto que irrumpe como el rayo.
Lorena Rojas Parma. Directora del Instituto de Estudios en Humanidades y el Doctorado en Filosofía de la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas.

