Cada hombre un Cincinato

Hacia finales de la década de 1880 el país galo sufría una crisis de su sistema republicano. La Tercera República, nacida de la derrota ante Alemania en la Guerra Franco-Prusiana, estaba fuertemente dividida entre partidarios tanto de la república como de la monarquía de toda laya, atestada de corrupción, de inestabilidad y de advenedizos y arribistas sin un tinte moral que aprovecharon la coyuntura para enriquecerse y auparse, como Guy de Maupassant retratara en su célebre novela Bel-Ami. Para hacer frente a este trance surgió la figura del general Georges Boulanger, héroe de guerra en Italia, en Crimea, contra los prusianos, procedente de una familia mesocrática bretona, cuyo carisma y aura patriótica consiguió agrupar en torno a sí a colectivos de las más divergentes tendencias, como monárquicos bonapartistas, conservadores, obreros de inclinaciones nacionalistas e irredentistas descontentos con la derrota sufrida a manos de los alemanes. El boulangismo fue ampliamente popular y de llegar al poder podría haber tenido una gran acogida, no obstante el golpe de mano que el general tramaba a principios de 1889 se vio truncado por su falta de decisión, lo que pagó terminando en el exilio bruselense.

Este episodio de la historia francesa enseña una valiosa lección. Uno lo puede tener todo a favor: la anuencia, e incluso el afecto, de las masas, de grupos de poder importantes, buenas cualidades personales, madera de jefe, y, sin embargo, una voluntad feble o inoportuna en un momento dado puede alterar de forma crítica el curso previsto de los acontecimientos. Retrocedamos drásticamente en el tiempo, si bien no tanto en el espacio. Casi veinticinco siglos antes, la República romana se encontraba en serio peligro de desaparición frente a un enemigo tenaz. Los ecuos amenazaban con derrotar al ejército romano, al que habían asediado en las inmediaciones del Monte Álgido. En este momento de pesadumbre, de un discreto rincón rural de Roma se escogió como dictador a un modesto patricio-labriego conocido casi hasta lo proverbial por su rectitud cívica, su nombre, Lucio Quincio Cincinato. En poco más de dos semanas, sólo diciséis días, este sencillo campesino había salvado del descalabro al ejército y había reducido a los ecuos. Tras una hazaña de tal magnitud se esperaría que quizás Cincinato optara por prolongar su dictadura, pues es posible que nadie se le hubiera opuesto, pero ocurrió algo reseñable, que abandonó el cargo y volvió a sus labores habituales en el campo. Donde Boulanger fracasó por su falta de ímpetu, a pesar de haber tenido el poder político al alcance de la mano, Cincinato, con una acción resolutiva y organizada, sin haber esperado el poder ni tal vez haberlo querido siquiera, triunfó. Esta es la actitud que es más adecuado cultivar, pondero. Hay que rehabilitar la figura de Cincinato, darle un lugar de honor en la mente de toda persona educada. No hay que esperar el poder, porque, como Boulanger, se puede perder con facilidad por contingencias internas o externas. Hay que abrazar una vida de rectitud cívica y, en lo que se pueda, sencilla. Estar preparado por si el poder te llega, no estar obsesionado con él, estar preparado para abandonarlo cuando la tarea esté cumplida y volverse a casa.

Cincinato no era un militar de profesión, pero con tesón e inteligencia salió victorioso comandando un ejército. Es más, veinte años después de lo que aconteció con los ecuos, ya un provecto anciano, volvió a ser nombrado dictador por segunda vez. En este segundo intervalo dictatorial, las tensiones en Roma no provenían de un peligro externo sino interno: el plebeyo Espurio Melio alentaba una revuelta civil que podría haber sido fatal para la República romana. El labriego fue contundente y mandó que la rebelión fuera sofocada en la cabeza de su líder, Espurio Melio, lo que rápidamente hizo que se disipara. De nuevo, por otra vez, tras haber completado la misión que se le había encomendado, desechó los ropajes de dictador y volvió con sus bueyes. Aunque tampoco se dedicaba como actividad principal a la diplomacia ni a la resolución de disensiones civiles, su actuar le dio continuidad a Roma, en una situación en que podría haberse disuelto como un azucarillo en el mar de la historia. Por esto yo proclamo que, idealmente, cada hombre debería ser como Cincinato. Cada hombre un Cincinato. No hace falta ser un mojigato ni ir rasgándose las vestiduras por las esquinas con lo incívica que es la gente, sólo ser uno mismo un ejemplo de rectitud cívica. No hace falta señalar lo mal que actúa este u otro.

Cada hombre listo para tener hombría de bien, ayudar a su vecino, a su amigo, a su compatriota. Cada hombre un Cincinato. Cada hombre presto a arrostrar a un enemigo temible sin importar las consecuencias. Cada hombre un Cincinato. Cada hombre despreciativo de las comodidades y las ventajas de la púrpura de emperador, decidido a desempeñar su labor normal otra vez cuando ha pasado la excepción. Cada hombre un Cincinato. Cada hombre, como dijo el clásico, vago al frío y al calor, a los halagos y a los insultos, recio, sin buscar las estrecheces, pero sin tenerles horror. Cada hombre un Cincinato.

Rodrigo Valentín
Rodrigo Valentín